Saltar a contenido principal Saltar a navegación principal

Un día con los rayos cósmicos: Episodio I

24 de noviembre de 2008, 17:24.

En Malargüe se está llevando a cabo lo que probablemente sea el emprendimiento científico más importante del país, tanto por lo ambicioso de sus fines como por la cantidad de científicos que lo conforman y la de países que intervienen. Así, el viernes pasado se inauguró oficialmente el Observatorio Pierre Auger, dedicado a observar y registrar los rayos cósmicos que llegan a la Tierra desde indecibles lejanías. Futuro estuvo allí, y ofrece ahora una crónica y explicación de los modos y el funcionamiento del emprendimiento y algunas arriesgadas conjeturas: dentro de veinte años, la mitad de los físicos de este país serán mendocinos. Más precisamente, de la ciudad de Malargüe. La otra... bueno, mejor no adelantarla.
     
El sol es inverosímil; la diafanidad de la atmósfera, definitiva. En tres mil kilómetros cuadrados de pampa amarilla, desértica, se registra una presencia que puede ser inquietante: mil seiscientos tanques cerrados de doce mil litros de agua pura, regularmente distribuidos cada mil quinientos metros. Son los detectores de superficie, también llamados Cherenkov. Treinta veces la superficie de París. Un campo salado como Cartago después de los romanos. Incómodo ejercicio de reacomodamiento de las certezas –que pueden ser amargas, pero siempre son cómodas–, la visita a Malargüe es el perfecto contraejemplo del desencanto. El lugar se presenta pura confianza y representa, así, el definitivo entusiasmo internacional de una epopeya científica.

A desalambrar

Todo esto se palpa en anécdotas, en historias mínimas como las que llevó Sorín al cine. Por ejemplo, todos los detectores tienen nombre. Pensé que elegir mil seiscientos nombres tenía que ser una tarea del método, y quise saber con qué criterio habían sido elegidos. Me sorprendió saber que se usó el mismo criterio con el que Funes, el memorioso, discurrió su sistema personal de numeración –en el que siete mil trece se decía Máximo Pérez, y quinientos, nueve–, es decir, la pura arbitrariedad. Un detector se llamaba Nono, y otro, Diego Maradona. Pero toda arbitrariedad supone un compromiso afectivo que induce confianza. Se me explicó entonces que esos nombres habían sido elegidos por los chicos de las escuelas, por los trabajadores que los habían colocado. En la explicación se invocaba la necesidad de la integración con la comunidad: había que lograr en los pobladores la aceptación de la presencia inquietante de los detectores, agentes transmisores de información.

Supe, también, que los campos en los que habían sido distribuidos los detectores reconocían unos ochenta propietarios. Que Luis Filevich, físico argentino, había logrado convocar, arduamente, por radio, a los puesteros de aquellas soledades, y que un domingo compareció el paisanaje en la estación central. Filevich había preparado una explicación gaucha sobre la naturaleza de los rayos cósmicos y la necesidad de estudiarlos. Ante aquel auditorio vernáculo, explicó que eran inofensivos, que incidían sobre la Tierra, que nos atravesaban constantemente. Llevaba cinco minutos disertando cuando un puestero levantó la mano. Filevich le preguntó qué quería. El paisano dijo: “Doctor, ¿por qué no nos dice directamente qué quiere, a ver si se puede?”.

La confianza demanda transparencia, pero la transparencia definitiva es un ideal regulativo inalcanzable. Contar todo, a todos, es arrancar de cuajo la posibilidad de la confianza. Si algo nos vuelve desconfiados, es la sinceridad brutal. Cada actor necesita encontrar su lógica, y eso demanda una confianza, pero la construcción de una confianza exige, a su vez, cierto grado de opacidad. Atención sociólogos, filósofos de la técnica, estudiosos de esos campos híbridos que mezclan ciencia, tecnología y sociedad: en Malargüe hay un proyecto extraordinario, que permite estudiar la construcción de redes en las sociedades científico-técnicas.

El aluvion zoologico

El propósito declarado (ver recuadro) del observatorio Pierre Auger es determinar el origen y la identidad de los rayos cósmicos de más altas energías. Como su nombre no lo indica, los rayos cósmicos son partículas –protones o núcleos atómicos, quizá de hierro, la cosa no está clara, y determinarlo es uno de los objetivos del proyecto– que inciden sobre nuestra atmósfera desde el espacio exterior. Cuando esas partículas llegan a la atmósfera, chocan contra las moléculas del aire y ahí nomás ocurren una serie de reacciones nucleares, como las que podrían producirse en un acelerador, pero distintas. La diferencia, decisiva, es que los físicos no saben describir esas primeras reacciones con precisión porque las partículas primarias llegan con energías cientos de millones de veces más grandes que las que podrían alcanzarse en la Tierra, aun en el acelerador más potente. Si se quiere, son reacciones nunca estudiadas: nunca ocurrió un choque tan fenomenal en acelerador alguno.

En esas reacciones nucleares, gracias a la relación más famosa de Einstein –como dice Dolina, antes de Pasteur no existía la rabia– se crean nuevas partículas. Es decir, la equivalencia entre la masa y la energía prevé que parte de la energía de la partícula primaria se convertirá en partículas nuevas. La distinción es interesante. Las cosas no ocurren como en una avalancha de nieve preexistente, digamos, sino que en cada colisión, parte de la energía de la partícula que choca se convierte en partículas nuevas que, a su vez, tienen también energía suficiente como para volver a chocar y producir más y más partículas. El resultado final es una lluvia de miles de millones de partículas que cae sobre la Tierra.

El fenómeno fue descubierto en 1938 por el físico francés Pierre Auger. La lluvia en cuestión está compuesta por un zoológico de partículas. Algunas están cargadas, otras no tienen carga; algunas tienen una masa considerable, otras no tienen masa. Hay fotones, rayos gamma, electrones, muones, neutrinos. El sentido, concreto, de la existencia del observatorio es el estudio de esa lluvia. Conocer la distribución de las partículas en la lluvia, sus identidades, sus energías. ¿Para qué? Para conjeturar algo más preciso sobre la naturaleza del rayo primario. ¿Para qué? Para conjeturar, en principio, algo más preciso sobre su origen.

Hasta ahora, la gran contribución del observatorio fue la confirmación de una sospecha: la de que esas partículas primarias no procedían de cualquier región del espacio, es decir, que su distribución no era isotrópica, sino anisotrópica, llegaban desde regiones precisas del espacio exterior. Es decir, existían fuentes, fuera de nuestra galaxia, que las emitían. Pero hay pocos procesos físicos que puedan producir partículas con energías tan enormes. ¿Cómo son esas fuentes? ¿Dónde están? Contestar esas preguntas es desandar el camino para adentrarse en la lluvia.

Lluvia que todo atraviesas

Me acerco a Ingomar Allekotte, quien, como su nombre no lo indica, es un físico argentino, y le pregunto qué ocurre dentro de los tanques, qué debo imaginar. Me explica que la lluvia secundaria lo atraviesa todo. En particular, las paredes de los mil seiscientos tanques de agua. Dice, también, que los tanques están completamente cerrados; adentro, una inmensa oscuridad. Y la imagino. Ingomar prosigue. Un electrón pasa por el agua del tanque a una velocidad mayor que la velocidad de la luz en el agua. Levanto las cejas. Sí, me dice, el electrón viaja a través del agua a una velocidad cercana a la de la luz en el vacío, pero en el agua la velocidad de la luz es menor que en el vacío, de modo que el electrón viaja a una velocidad mayor que la de la luz en el agua.

Magnánimo, admito todo. Uno de esos electrones rápidos atravesando el agua, me dice Ingomar, es como un avión supersónico atravesando el aire. Ahá.

En este sentido: los dos, el electrón y el avión, viajan a través de un medio (agua, aire) a una velocidad mayor que la velocidad con la que se propaga la información en el medio. Me inspiro. Le propongo esta imagen: el barco que avanza a través del agua deja una estela, un cono invertido que viaja hacia la costa a una cierta velocidad. Pero a la costa, en definitiva, la información de que el barco pasó llega un rato después de que pasó. Así es, me dice. En definitiva, el paso del electrón, rapidísimo, a través del agua, termina produciendo una radiación que se llama “luz de Cherenkov”, por Pavel Cherenkov, el físico soviético que descubrió el efecto. Esa luz es registrada por el detector, y la información del paso de la partícula es enviada a la estación central.

Pero en la lluvia también hay otras partículas, además de los electrones, le digo. Si no entendí mal, los detectores de superficie sólo detectan partículas cargadas. ¿Qué partículas no están cargadas en esa lluvia? Los rayos gamma, me dice. Pero si bien no están cargados, se convierten, por interacción con el medio, en un par electrón-positrón. Eso ocurre en el agua. Y ese electrón y ese positrón producen lo mismo que antes. Los muones también son partículas cargadas, pero a diferencia de los electrones, que se terminan frenando en el agua del tanque, al ser más energéticos, pasan de largo.

Todo arde si le aplicas la chispa adecuada

Esa es toda la información que pueden obtener de los tanques. Pero de Malargüe se dice que es un observatorio de sistema híbrido. Además de los detectores de superficie, existen veinticuatro telescopios de fluorescencia que, en las noches despejadas y sin luna, registran la atmósfera para detectar la tenue luz ultravioleta que produce la lluvia de partículas secundarias al atravesar el aire. Hay cuatro sitios, en los bordes de la superficie del observatorio, con seis telescopios cada uno.

¿Qué es el fenómeno de la fluorescencia?, le pregunto a Ingomar. Es el mismo que el del tubo fluorescente de luz, me dice. Dentro del tubo hay un gas. Una diferencia de potencial acelera los electrones dentro del tubo, que atraviesan el gas y lo ionizan, es decir, arrancan electrones de los átomos del gas, o los excitan, mandándolos a niveles superiores de energía. Después de un tiempo, esos electrones excitados vuelven a decaer a los niveles de energía en los que se encontraban antes del paso del electrón, y en el momento en que decaen emiten algo, que puede ser un gamma, un rayo X o luz visible, de acuerdo con la energía con la que pasó el electrón. En el caso del tubo, obviamente, es la luz visible que ilumina la cocina.

Y la fluorescencia es exactamente eso. Pasa una partícula cargada a través del aire de Malargüe, arranca, o excita a un nivel superior, electrones de los átomos del aire, el átomo permanece en ese estado excitado una fracción de segundo, y después, cuando vuelve a decaer, emite luz. En este caso, en el ultravioleta cercano. Es decir, una luz no visible para el ojo, pero casi, y los telescopios están ahí para registrar esa luz.

Le pregunto también si es indispensable conocer la distribución exacta de las partículas en la lluvia, y me dice que ese conocimiento permite saber si el rayo primario era un protón o un núcleo de hierro: el número de muones que produce una lluvia empezada por hierro es distinto del número de muones que produce una lluvia empezada por un protón.

Las fuentes

¿Cuál es el origen de los rayos cósmicos? Hay varias conjeturas, pero una fuente posible son los núcleos activos de las galaxias, que implican un agujero negro muy masivo. Se cree que cualquier galaxia, en el centro, debe tener algún agujero negro. Pero existiría una pequeña proporción de galaxias con un agujero negro muy masivo en su centro. Del agujero negro no sale nada, por definición. Pero hacia el agujero negro colapsa la materia que lo circunda. Ese proceso propiciatorio, digamos, en el que la materia se va juntando para caer en el agujero negro, se llama de acreción. Durante la acreción la materia se comprime y se fomentan así las colisiones entre partículas.

Esas colisiones aumentan la temperatura. La imagen es la de un disco rotante –el disco de acreción– en el que la materia va comprimiéndose, agitada. La conjetura consiste en creer que quizás existan chorros de partículas que saldrían disparados en direcciones opuestas desde ese disco: los rayos cósmicos. Esa es la imagen del proceso capaz de acelerar formidablemente a las partículas. Pero todo es conjetural, y deberán aguardarse los resultados de Auger antes de obtener alguna confirmación.

Le digo entonces a Ingomar, con una copa de malbec mendocino en la mano, que si entendí bien, Auger se propone reconstruir una lluvia de partículas que atraviesan el cielo diáfano de Malargüe para, eventualmente, poder decir algo sobre la naturaleza de un rayo que, a su vez, permita, eventualmente, poder conjeturar algo más preciso sobre el origen de unos protones. Sí, me dice. ¿Resulta todo muy indirecto, no? ¿Muy conjetural? Sí, le digo. Es la falta de costumbre. Muchos otros fenómenos estudiados por la física son igualmente indirectos, pero estamos acostumbrados.

La conjetura malargüina

Esta es una conjetura personal. En la inauguración del observatorio hablé con Robert Aymar, director del Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire - CERN (www.cern.ch). Le pregunté cómo iban las cosas con el bosón de Higgs. Me explicó, previsiblemente, que trabajaban para retomar los experimentos lo antes posible. Le pregunté también a qué había venido a Malargüe, es decir, si el CERN estaba involucrado, de algún modo, en el proyecto Auger. Me dijo que no, y sobre el propósito de su visita no fue muy explícito.

Después hablé con Ingomar Allekotte. Me explicó que si el desarrollo de la lluvia a lo largo de la atmósfera era muy distinto de lo que esperaban, entonces serían capaces de inferir con mayor precisión las características de los primeros choques. Por lo tanto, me dijo, uno podría pensar en hacer física de partículas sin acelerador, o mejor, usando como acelerador alguna lejana fuente en el cosmos. Esas reacciones nucleares ocurren, justamente, a energías inalcanzables en el laboratorio. El perfecto conocimiento de la lluvia equivaldría, en definitiva, a controlar un formidable acelerador natural.

Y entonces entendí, o creí entender. Aymar visitaba Malargüe convencido de que el proyecto Auger no sólo tenía algo que decir sobre astrofísica –cuál es la naturaleza y el origen de los rayos cósmicos de más altas energías– sino también sobre la física de partículas, cuyo experimento más importante, hoy, es el del CERN. Allekotte me dijo después, cuando lo consulté, que esa posibilidad, interesante, recién empezaba a ser estudiada. Y que, de algún modo, ambos proyectos podrían complementarse: el CERN podría suministrar información útil para caracterizar con mayor precisión la lluvia de Malargüe, lo que permitiría juntar indicios de que, a más altas energías, algo –¿una nueva física?– modificaba las expectativas.

Pero yo me quedé con la sensación de que esa posibilidad tenía que haber sido pensada desde el principio. Me quedé con la sensación, para decirlo brutalmente, de que Robert Aymar había venido a ver si “la máquina de dios” ya había sido inventada. En todo caso, una observación suya reforzó esa sensación. “¿Quiere que le diga algo que muy poca gente sabe?”, me dijo, “Pierre Auger fue uno de los pioneros del CERN”.

Contenido relacionado