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El navegante

EL ARCA RUSA (Russkij Kovcheg / Rusia-Alemania, 2002), Dir.: Alexander Sokurov Intérpretes: Sergei Dontsov (Sergei Dreiden), Mariya Kuznetsova. Proeza técnica y narrativa de uno de los grandes directores europeos de la actualidad. Por Marcela Raggio

23 de diciembre de 2004, 12:44.

imagen El navegante
La hazaña

Resulta imposible pasar por alto la proeza estilística de El arca rusa, la película de Sokurov filmada en una sola toma, un impresionante plano secuencia de una hora y media de duración, que recorre los recovecos del Palacio/Museo Hermitage, convertido en ubicuo escenario de la historia rusa de casi dos siglos. Sin embargo, la destreza formal dista de ser un juego autorreferente, y se convierte en una magnífica reflexión sobre el arte, el paso del tiempo, la historia rusa (y europea), y la existencia humana. La auténtica hazaña de Sokurov consiste en el gran salto de lo que sería un complejo ejercicio técnico hacia las implicancias filosóficas de su planteamiento.

Después del diluvio

Como imagen bíblica, el arca remite a dos situaciones: por un lado, el arca de Noé, donde se salvó una pareja de cada ser viviente, de manera que se propagaran las especies aun después de la destrucción; y por otro, al arca de la alianza, donde se guardaban las tablas del nuevo pacto entre Dios y su pueblo. El arca de Sokurov remite a las dos imágenes, ya que el Hermitage se convierte en un enorme barco a la deriva (tanto como las vidas de sus tripulantes, como lo revela la escena final) en el que el asombrado espectador, que sigue con su mirada a la del narrador invisible, quien a su vez se deja guiar por el diplomático extemporáneo, puede descubrir lo que se salvó del olvido, del paso del tiempo, de las aguas inmisericordes de la memoria histórica. y a partir del recorrido por las salas, en cuyas paredes resuenan los ecos de los conciertos y fiestas del pasado, Sokurov se permite rescatar momentos y personajes que el paso de un tormentoso siglo XX no lograron borrar. La historia se escribe mirando hacia atrás, recuperando, contrastando, y así se demuestra que el tiempo es un gran continuum, un escenario múltiple donde coexisten épocas y personajes varios, como las obras de arte que alberga el museo.

A la deriva

La crítica se ha detenido en la reflexión de Sokurov sobre la historia rusa, sobre la ambigüedad que el visitante francés advierte en la gran nación que está con un pie en Europa, a quien trata de imitar, y con otro en un mundo diferente, original, cuya vitalidad no puede ser reemplazada por la cultura occidental. Pero hay un aspecto que se ha pasado por alto, y es el del estatus del narrador y su guía: más allá de las reflexiones filosóficas y de la capacidad de avanzar por la historia-museo sin ser vistos, los dos personajes están en un mundo que no es el de los vivientes (ni tampoco el de las figuras que los rodean, como memorias de la Historia). El vaivén del diplomático y de su seguidor tiene algo de fantasmal, y es sobre el final, cuando la muchedumbre baja las escaleras del palacio después del último baile, que los ojos del narrador contemplan el paisaje que se ve desde una ventana abierta: podría parecer el frío entorno invernal de San Petersburgo, pero no: es un mar, o un cielo neblinoso, por el que se desliza el arca que lleva a todas las almas, a todos los tiempos, a todo el arte, la música, la belleza, el poder y, también, su fin.

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